jueves, mayo 03, 2007

La Infancia perdida (Graham Greene, primera parte)

Tal vez solo en la infancia los libros ejercen una influencia profunda en nuestras vidas. En la vida posterior los admiramos, nos entretetienen, podemos modificar criterios que ya sustentamos, pero es más probable que encontremos en los libros únicamente una confirmación de lo que ya ocupa nuestra mente: como en una relación amorosa, son nuestros propios rasgos los que vemos reflejados halagadoramente.


Pero en la infancia todos los libros son textos de adivinación que nos hablan del futuro y, al igual que la pitonisa que ve en las cartas un largo viaje o una muerte en el agua, influyen en nuestro futuro. Supongo que es por eso que los libros nos excitaban tanto. ¿Qué extraemos hoy de la lectura que pueda equipararse a la emoción y la revelación de aquellos catorce años primeros? Por supuesto que me interesaría la noticia de que esta primavera iba a aparecer una nueva novela de E. M. Forster, pero nunca podría comparar esta suave expectación de placer civilizado con el paro cardíaco, el júbilo horrorizado que sentía cuando encontraba en el anaquel de una biblioteca una novela de Rider Haggard, Percy Westerman, Captain Brereton o Stanley Weyman que todavía no había leído. No, es en aquellos años tempranos donde yo buscaría la crisis, el momento en que la vida cobró un nuevo sesgo en su itinerario hacia la muerte.


Recuerdo claramente la celeridad con que una llave giró en una cerradura y descubrí que sabía leer, no solo las frases en un catón con las sílabas acopladas como vagones de tren, sino un libro de verdad. Tenía una portada con el dibujo de un chico atado y amordazado, colgando del extremo de una cuerda en el interior de un pozo con el agua más arriba de la cintura: una aventura de Dixon Brett, detective. Gaurdé mi secreto durante unas largas vacaciones de verano, según creí: no quería que nadie supiese que sabía leer. Supongo que semiconscientemente comprendí que aquél era el momento peligroso. Estaba a salvo siempre que pudiera leer – las ruedas no habían comenzado a girar, pero ahora el futuro se alineaba en derredor, en múltiples estanterías a la espera de que el niño eligiera – la vida de un perito mercantil quizá, de un funcionario colonial, de un plantador en China, un trabajo estable en un banco, felicidad y desventura, a la postre una forma determinada de muerte, porque indudablemente escogemos nuestra muerte del mismo modo que elegimos nuestro trabajo. Se desprende de nuestros actos y nuestras evasiones, nuestros miedos y nuestros momentos de valor. Supongo que mi madre debió de descubrir mi secreto, porque a la vuelta a casa me regalaron para el tren otro libro de verdad, un ejemplar de Isla de coral de Ballantyne, con una sola ilustración que contemplar, un frontispicio de colores. Pero yo no me delaté. Durante el largo viaje miré la única estampa y no abrí para nada el libro.


Pero en los anaqueles de casa (muchísimos, porque éramos una familia numerosa) me esperaban los libros, uno en concreto, aunque antes de cogerlo me permití elegir al azar. Cada uno era un cristal donde el niño soñaba que veía la vida en movimiento. Allí, con una cubierta espectacularmente pintada de varios colores, estaba El aeroplano pirata del Captain Wilson. Debo de haberlo leído seis veces por lo menos: la historia de una civilización perdida en el Sahara y de un malvado pirata yanqui con un aeroplano como una cometa y bombas del tamaño de una pelota de tenis que exige un rescate por la ciudad dorada. La salvaba el héroe, un joven suboficial que se introducía furtivamente en el campamento pirata para inutilizar el aeroplano. Le capturaban y veía a sus enemigos cavando su tumba. Iban a fusilarle al amanecer, y para matar el tiempo y eludir pensamientos ingratos el amable pirata yanqui jugaba a las cartas con él: el inocente juego infantil del Kuhn Kan. El recuerdo de aquella partida nocturna al borde de la muerte me persiguió durante años, hasta que por fin me deshice de él en una de mis novelas, con una partida de póquer jugada en circunstancias lejanamente similares.


Graham Green
La infancia perdida
y otros ensayos.
Editorial Seix Barral, Barcelona 1986

6 dichos:

carlos dijo...

Tal vez solo en la infancia los libros ejercen una influencia profunda en nuestras vidas. En la vida posterior los admiramos, nos entretetienen, podemos modificar criterios que ya sustentamos, pero es más probable que encontremos en los libros únicamente una confirmación de lo que ya ocupa nuestra mente: como en una relación amorosa, son nuestros propios rasgos los que vemos reflejados halagadoramente.


Eso es tan jodidamente cierto!!!!

caquita dijo...

tsss acá.........esta bueno

ay ...es que es que andaba desaparecida, y luegoo pss fue mi viaje de practicas pero pero aqui ando manisss besosss

Indio Cacama dijo...

por eso es nuestro deber mantener nuestra infancia vigente hasta el último día de nuestras vidas.

Mariana Orantes dijo...

les prometo ponerles ya la segunda y tercera parte, porque no es el ensayo completo. Pero está bastante largo y luego no tengo tiempo de pasarlo.

Saludos, maniss, carlos y bro Ernesto!! =D

°venganza dijo...

La infancia se pierde porque es infancia, como el pelo en los hombres calvos, una cabeza sin cuernos en un toro adulto, la semilla en la planta, con flores o mala hierba.. Se pierde como la oruga en la mariposa, como en los hombres, aunque a veces para ellos es al revés, niño-mariposa, hombre-gusano que se arrastra.
Creo que la vigencia se da cuando la planta arroja las semillas, cuando, aquellos, paren un ser vivo, entre abierto al mundo.

No sé, creo que esto no aplica mucho conmigo. Leí mi primer libro a los 17. Mientras tanto bebí, falté lo más que pude a clases, decidí que mi semana de escuela tenía 4 días, se terminaba el jueves y las clases empezaban a las 10:30 y no a las 8:00; lo que terminó en un promedio de 6 en la secundaria, pero bueno, ya acabé la licenciatura, supongo que eso demuestra un poco que la educación básica y media en México no sirve mucho. Como sea, creo que los libros ejercieron una fuerte influencia en mi a los 17. Aunque no sabría exactamente decir cuando dejé la infancia, talvez aun no la dejo, perdí mi último diente de leche a los 21 y aún sigue creciendo...

Creo que tiene que ver con la primera vez... "pero nada aplica a todo". Las generalizaciones son, normalmente (hay que morderse la cola antes de abrir la boca, digo, ya estoy generalizando), muy gratuitas.

(maldito lenguaje, qué difícil no contradecirse)

Mariana Orantes dijo...

Venganza, creo que lo que el primer párrafo que dices se puede resumir en:

La infancia se pierde porque es infancia.

Lo segundo; creo que tienes razón, el impacto puede producirse a cualquier edad, pero no con la inocencia con la que se produce cuando uno es niño... no hablaré sobre los libros que leí de niña. Pero más que recordar la trama, recuerdo imágenes; recuerdo sensaciones muy muy fuertes y recuerdo lo que pensé después con esos pensamientos tan simples como solo un niño puede tener.

Las generalizaciones son gratuitas, eso que ni qué.

Más que el lenguaje, somos nosotros los que nos contradecimos.

Saludos y gracias por venir acá, disculpa la tardanza para responder tu comment.

=)

 

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